Todo sonido nace de un movimiento.
Antes de que una cuerda vibre, un arco se desplace, un fuelle se expanda o una lengua pulse el aire, hay un gesto que lo origina.
Pero, ¿cuánto escuchamos realmente ese movimiento? ¿Somos conscientes del sonido antes de que suceda?
La música nos invita a escuchar, pero esa escucha no es solo auditiva, es también corporal. Escuchar no es solo percibir el sonido, sino también sentir el espacio en el que sucede, notar la vibración que recorre el instrumento y el cuerpo, anticipar la resonancia antes de que aparezca.
En la ejecución musical, muchas veces separamos la escucha del movimiento, como si fueran dos elementos independientes. Pensamos en una acción técnica y luego en su resultado sonoro.
Pero en realidad, sonido y movimiento son una misma cosa. Un gesto bien escuchado genera un sonido libre. Un sonido bien escuchado permite que el cuerpo se mueva sin tensión.
Cuando nos escuchamos en movimiento, surgen cambios. La respiración se adapta, la musculatura se organiza de manera eficiente, los apoyos se redescubren.
No es necesario forzar. Es como cuando hablamos: si queremos que nuestra voz llegue lejos, no necesitamos apretar la garganta, sino abrirnos al espacio y proyectar desde la intención.
En la escucha consciente, el cuerpo no interrumpe el sonido, sino que lo acompaña. Los dedos no golpean las teclas, sino que las sienten. El arco no presiona la cuerda, sino que la abraza.
El aire no empuja la columna sonora, sino que la descubre.
Escuchar el movimiento es permitir que la música nos atraviese, sin intentar controlarla. Es tocar sin adelantarnos, sin buscar el sonido, sino dejándolo aparecer. Es entender que cada nota ya está en el espacio, esperando a ser revelada.

Cierra los ojos y escucha tu próximo movimiento antes de hacerlo. Siente la pausa que lo antecede.
El aire que lo rodea.
La resonancia que está por venir.
La música ya está aquí.
Solo hay que escucharla.